viernes, 9 de marzo de 2012

EL " PADRE NICOLAS"


P. Gregorio Iriarte O.M.I.

“Padre Nicolás”, así le llaman en el barrio marginado cruceño “PLAN 3.000”, a Mons. Nicolás Castellanos, Obispo emérito de Palencia ( España)
Hace ya varios años que Mons. Castellanos renunció a la dignidad y al servicio pastoral de esa Diócesis española para venir a Bolivia y establecerse en uno de los barrios más populosos y más pobres de la ciudad de Santa Cruz, donde el 60% son pobres y el 40% vive en extrema pobreza.
Su denominación como “Plan 3.000” surgió a raíz de unas graves inundaciones en que numerosas familias quedaron sin sus casas y sus pertenencias y fueron asentadas en este barrio marginal.
Mons. Castellanos, (“Padre Nicolás”) es “Premio Príncipe de Asturias 1998” y viene realizando un trabajo promocional social y pastoral de dimensiones extraordinarias. Su proyecto titulado “Hombres Nuevos” ha sido catalogado como: “El proyecto humanista más amplio y más eficiente en toda América Latina”.
En efecto, bajo el impulso y el sentido organizativo y solidario de Mons. Castellanos se han construido 15 Unidades Educativas (Primaria y Secundaria) para 15.500 alumnos/as, así como 3 bloques de viviendas sociales; se ha puesto en marcha una Escuela de Informática y un gran Teatro Nacional para la formación de artistas; (único en Bolivia). El proyecto “Hombres Nuevos” apoya a 500 jóvenes becados en diversas Universidades y mantiene 5 comedores Populares donde desayunan y almuerzan 600 escolares. Ha creado una Escuela de Cultura Rítmica (cuatro veces Campeona Nacional) y una Orquesta Sinfónica Juvenil con 50 músicos, así como una Banda denominada “Ciudad de la Alegría” para tocar por la calles del barrio. También se ha creado un área Polideportiva con varias cachas y piscinas y se mantiene una residencia para Universitarios de bajos ingresos. Se ha construido una casa-residencia para encuentros sociales y religiosos y una hermosa basílica, exponente del estilo chiquitano. Se ha puesto en función un vivero para apoyar a las microempresas, así como una Hospital “Virgen Milagrosa” con equipamiento moderno. Se han perforado pozos para extracción de agua potable para todo el barrio y se han puesto en funcionamiento 3 Jardines Infantiles, una panadería popular y un centro de recuperación nutricional. También, por iniciativa de Mons. Castellanos, cuenta el barrio con un Consultorio Óptico de moderno equipamiento y una ambulancia para el servicio de los enfermos. También funciona un Centro de Trabajos Artesanales y un equipo de Promotores para el uso del Tiempo Libre y la Lucha contra la Desocupación. Igualmente está en plena expansión un gran proyecto de equipamiento para Bibliotecas y Ludotecas, una Casa de Acogida para los ancianos y ancianas y un Centro para niños/as de la calle….
Pero si a alguno de ustedes les viene la lógica curiosidad de querer conocer personalmente todo este proyecto promocional, tan amplio, tan eficiente y tan bien estructurado, se llevarán una nueva sorpresa al preguntar donde vive ese gran promotor social y le indicaran una casa muy humilde, una especie de pahuiche cruceño, donde no hay ni televisor ni coche personal.!!!! A esa humilde casa, la gente de barrio le llaman, con gran sentido de humor: “El Palacio del Padre Nicolás”.!!!!


Nuestras próximas actividades a realizarse en la Casa CBR en la ciudad de Cochabamba son: Junta ampliada los días 27 y 28 de marzo y la XXXI Asamblea General los días 29 y 30 de Marzo.

jueves, 23 de febrero de 2012

MENSAJE DEL PAPA PARA LA XLIX JORNADA MUNDIAL DE ORACION POR LAS VOCACIONES

29 DE ABRIL DE 2012 – IV DOMINGO DE PASCUA


Tema: Las vocaciones don de la caridad de Dios

Queridos hermanos y hermanas:

La XLIX Jornada Mundial de Oración por las vocaciones, que se celebrará el 29 de abril de 2012, cuarto domingo de Pascua, nos invita a reflexionar sobre el tema: Las vocaciones don de la caridad de Dios.

La fuente de todo don perfecto es Dios Amor – Deus caritas est -: “quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). La Sagrada Escritura marra la historia de este vínculo originario entre Dios y la humanidad, que precede a la misma creación. San Pablo, escribiendo a los cristianos de la ciudad de Éfeso, eleva un himno de gratitud y alabanza al Padre, el cual con infinita benevolencia dispone a lo largo de los siglos la realización de su plan universal de salvación, que es un designio de amor. En el Hijo Jesús –afirma el Apóstol- “nos eligió antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor” (Ef 1,4). Somos amados por Dios incluso “antes” de venir a la existencia. Movido exclusivamente por su amor incondicional, Él nos “creó de la nada” (cf. 2 M 7, 28) para llevarnos a la plena comunión con Él.

Lleno de gran estupor ante la obra de la providencia de Dios, el Salmista exclama: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para que te cuides de él?” (Sal 8, 4-5). La verdad profunda de nuestra existencia está, pues, encerrada en ese sorprendente misterio: toda criatura, en particular toda persona humana, es fruto de un pensamiento y de un acto de amor de Dios, amor inmenso, fiel, eterno (cf. Jr 31, 3). El descubrimiento de esta realidad es lo que cambia verdaderamente nuestra vida en lo más hondo. En una célebre página de las Confesiones, san Agustín expresa con gran intensidad su descubrimiento de Dios, suma belleza y amor, un Dios que había estado siempre cerca de él, y al que al final le abrió la mente y el corazón para ser transformado: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti” (X, 27, 38). Con estas imágenes, el Santo de Hipona intentaba describir el misterio inefable del encuentro con Dios, con su amor que transforma toda la existencia.

Se trata de un amor sin reservas que nos precede, nos sostiene y nos llama durante el camino de la vida y tiene su raíz en la absoluta gratuidad de Dios. Refiriéndose en concreto al ministerio sacerdotal, mi predecesor, el beato Juan Pablo II, afirmaba que “todo gesto ministerial, a la vez que lleva a amar y servir a la Iglesia, ayuda a madurar cada vez más en el amor y en el servicio a Jesucristo, Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia; en un amor que se configura siempre como respuesta al amor precedente, libre y gratuito, de Dios en Cristo” (Exhort. Ap. Pastores dabo bobis, 25). En efecto, toda vocación específica nace de la iniciativa de Dios; es un don de la caridad de Dios. Él es quien da el “primer paso” y no como consecuencia de una bondad particular que encuentra en nosotros, sino en virtud de la presencia de su mismo amor “derramado en nuestros corazones por el Espíritu” (Rm 5,5).

En todo momento, en el origen de la llamada divina está la iniciativa del amor infinito de Dios, que se manifiesta plenamente en Jesucristo. Como escribí en mi primera encíclica Deus caritas est, “de hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía” (n. 17).

El amor de Dios permanece para siempre, es fiel a sí mismo, a la “palabra dada por mil generaciones” (Sal 105, 8). Es preciso por tanto volver a anunciar, especialmente a las nuevas generaciones, la belleza cautivadora de ese amor divino, que precede y acompaña: es el resorte secreto, es la motivación que nunca falla, ni siquiera en las circunstancias más difíciles.

Queridos hermanos y hermanas, tenemos que abrir nuestra vida a este amor; cada día Jesucristo nos llama a la perfección del amor del Padre (cf. Mt 5, 48). La grandeza de la vida cristiana consiste en efecto en amar “como” lo hace Dios; se trata de un amor que se manifiesta en el don total de sí mismo fiel y fecundo. San Juan de la Cruz, respondiendo a la priora del monasterio de Segovia, apenada por la dramática situación de suspensión en la que se encontraba el santo en aquellos años, la invita a actuar de acuerdo con Dios- “No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios. Y donde no hay amor, ponga amor, y sacrá amor” (Epistolario, 26).

En este terreno oblativo, en la apertura al amor de Dios y como fruto de este amor, nacen y crecen todas vocaciones. Y bebiendo de este manantial mediante la oración, con el trato frecuente con la Palabra y los Sacramentos, especialmente la Eucaristía, será posible vivir el amor al prójimo en el que se aprende a descubrir el rostro de Cristo Señor (cf. Mt 25, 31.46). Para expresar el vínculo indisoluble que media entre estos “dos amores” –el amor a Dios y el amor al prójimo- que brotan de la misma fuente divina y a ella se orientan, el Papa san Gregorio Magno se sirve del ejemplo de la planta pequeña: “En el terreno de nuestro corazón, (Dios) ha plantado primero la raíz del amor a Él y luego se ha desarrollado, como copa, el amor fraterno” (Moralium Libri, sive expositio in Librum B. Job, Lib. VII, cap. 24, 28; PL 75, 780D).

Estas dos expresiones del único amor divino han de ser vividas con especial intensidad y pureza de corazón por quienes se han decidido a emprender un camino de discernimiento vocacional en el ministerio sacerdotal y la vida consagrada; constituyen su elemento determinante. En efecto, el amor a Dios, del que los presbíteros y los religiosos se convierten en imágenes visibles –aunque siempre imperfectas- es la motivación de la respuesta a la llamada de especial consagración al Señor a través de la ordenación presbiteral o la profesión de los consejos evangélicos. La fuerza de la respuesta de san Pedro al divino Maestro: “Tú sabes que te quiero” (Jn 21, 15), es el secreto de una existencia entregada y vivida en plenitud y, por esto, llena de profunda alegría.

La otra expresión concreta del amor, el amor al prójimo, sobre todo hacia los más necesitados y los que sufren, es el impulso decisivo que hace del sacerdote y de la persona consagrada alguien que suscita comunión entre la gente y un sembrador de esperanza. La relación de los consagrados, especialmente del sacerdote, con la comunidad cristiana es vital y llega a ser parte fundamental de su horizonte afectivo. A este respecto, al Santo Cura de Ars le gustaba repetir: “El sacerdote no es sacerdote para sí mismo; lo es para vosotros” (Le curé d’Ars. Sa pensèe – Son coeur, Fi Vivante, 1966, p. 100).

Queridos Hermanos en el episcopado, queridos presbíteros, diáconos, consagrados y consagradas, catequistas, agentes de pastoral y todos los que os dedicáis a la educación de las nuevas generaciones, os exhorto con viva solicitud a prestar atención a todos los que en las comunidades parroquiales, las asociaciones y los movimientos advierten la manifestación de los signos de una llamada al sacerdocio o a una especial consagración. Es importante que se creen en la Iglesia las condiciones favorables para que puedan aflorar tantos “sí”, en respuesta generosa a la llamada del amor de Dios.

Será tarea de la pastoral vocacional ofrecer puntos de orientación para un camino fructífero. Un elemento central debe ser el amor a la Palabra de Dios, a través de una creciente familiaridad con la Sagrada Escritura y una oración personal y comunitaria atenta y constante, para ser capaces de sentir la llamada divina en medio de tantas voces que llenan la vida diaria. Pero, sobre todo, que la Eucaristía sea el “centro vital” de todo camino vocacional: es aquí donde el amor de Dios nos toca en el sacrificio de Cristo, expresión perfecta del amor, y es aquí donde aprendemos una y otra vez a vivir la “gran medida” del amor de Dios. Palabra, oración y Eucaristía son el tesoro precioso para comprender la belleza de una vida totalmente gastada por el Reino.

Deseo que las Iglesias locales, en todos sus estamentos, sean un “lugar” de discernimiento atento y de profunda verificación vocacional, ofreciendo a los jóvenes un sabio y vigoroso acompañamiento espiritual. De esta manera, la comunidad cristiana se convierte ella misma en manifestación de la caridad de Dios que custodia en sí toda llamada. Esa dinámica, que responde a las instancias del mandamiento nuevo de Jesús, se puede llevar a cabo de manera elocuente y singular en las familias cristianas, cuyo amor es expresión del amor de Cristo que se entregó a sí mismo por su Iglesia (cf. Ef 5, 32). En las familias, “comunidad de vida y de amor” (Gaudium et spes, 48), las nuevas generaciones pueden tener una admirable experiencia de este amor oblativo. Ellas, efectivamente, no sólo son el lugar privilegiado de la formación humana y cristiana, sino que pueden convertirse en “el primer y mejor seminario de la vocación a la vida de consagración al Reino de Dios” (Exhort. Ap. Familiaris consortio, 53), haciendo descubrir, precisamente en el seno del hogar, la belleza e importancia del sacerdocio y de la vida consagrada. Los pastores y todos los fieles laicos han de colaborar siempre para que en la Iglesia se multipliquen esas “casas y escuelas de comunión” siguiendo el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret, reflejo armonioso en la tierra de la vida de la Santísima Trinidad.

Con estos deseos, imparto de corazón la Bendición Apostólica a vosotros, Venerables Hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles laicos, en particular a los jóvenes que con corazón dócil se ponen a la escucha de la voz de Dios, dispuestos a acogerla con adhesión generosa y fiel.

Vaticano, 18 de octubre de 2011